Siguiendo la lista de expositores de los queridos colegas afiebrados, me tomo el atrevimiento de incorporar mi ponencia, nutrida de varias investigaciones de campo, acerca del fenómeno ex. Yo tengo muchos ex, y digo tengo porque todos son parte del presente (excepto el último). Este hecho, que parece ser anormal o imposible, se debe a un factor tan simple como insoportable y laburable: la perseverancia.
Mantener en el presente esa lista de nombres que han sido parte del pasado supone construir nuevas configuraciones de lo que debe ser o, al menos, de cómo debe ser entendida una relación. No se puede hablar de amigos, no podemos hablar de novios, no podemos hablar de touch and go (Moria ha anexado interesantes categorizaciones a nuestras vidas), sólo podemos hablar de ex, categoría que se vuelve necesaria para poder hablar de esa otredad que, en algún momento, ha sido parte de nuestra mismidad. Recuerdo mi primer beso en el jardín de la casa del vecino. Sebastián se llamaba. A Mayra también le gustaba Sebastián pero me tocó ganar la batalla por el chico. Yo tenía nueve años y una nula idea de lo que significaba un beso de lengua. El chico era más grande y, además, jugábamos a ser grandes. Cartas fueron y vinieron y, luego, la vida nos separó con el secundario. Pero ese ¿querés salir conmigo? se lleva grabado con mucha ternura y permanece como un recuerdo dulce. Tián, a quien yo le había hecho, a mis tiernos nueve años, un corazón horrible con crayones rojos que jamás le di (y que aún conservo), es hoy un vecino querido que pasea su perro por mi cuadra y con quien nos reimos de nuestra infancia y de ese día en el arbusto enorme de la esquina donde, con su bicicleta y su cara sonrojada, se animó a hablarme.
Pero, luego, llegó el verdadero primer novio (ese formal, que va a casa a cenar, habla con papá y mamá y nos regala elementos sumamente extraños cada mes) que, a mis catorce años, ya me mostró el camino de lo que serían mis relaciones traumáticas. Obviamente, en plena adolescencia, en plenos cambios hormonales, Diego duró lo que el aire en un pulmón desinflado. Pero sirvió para el conocimiento del sexo, de los traumas del sexo y de los campamentos orgiásticos. Dos meses de pleno compromiso se acabaron cuando la chica conoció a otro chico que, por suerte, no le hacía regalos horribles como cadenitas con corazones y peluches (sí, creo que todos mis ex tenían en común el regalar peluches que yo terminaba, a su vez, regalando a primos y vecinos) sino que le grababa cassettes (¿quién no recibió uno alguna vez?) pero no de lentos ni movidos: Las Pelotas a todo trapo, Todos tus Muertos, Actitud María Marta. Era diariero y me llevaba unos 15 años. Tenía una moto con la que, obviamente, corría y era transgresor (sólo por su pelo largo enrulado y su camperita de cuero). Suficiente. Obviamente, duró lo que el aire porque la chica era chica y el chico, un pendejo que se curtía a todo lo que paseara por sus ojos.
Este último sigue en el puestito de diarios y suelo verlo y pararme a conversar cuando tomo el San Martín y siempre nos regalamos una sonrisa.
Luego, llegó el amor tierno, poético, aquel que coincidía con mis intereses filosóficos y literarios. Y ahí, cartas que dejaban el alma, Sui generis, poemas de Whitman, Charly García. Regalos que empezaban a ser interesantes como los libros de Silvina Ocampo. Y, claro, la chica se cansa y rompe corazón de chico. Este fue el que más costó retener en el presente. Diría que es un trabajo diario aún hoy. Y entre grupos de amigos en común, pijama parties en lo de Augusto y Sabrina y las primeras vacaciones juntos en Santa Teresita (esas donde hacíamos globos con los forros y dormíamos en la playa), la chica se volvió hippie y se cansó de los noviazgos. Pero, aún hoy, a veces, aunque cuesta, nos encontramos y disfrutamos de un asado con recuerdos.
En el transcurso, aparecieron otros, esos flirts que ayudan muchísimo a la autoestima, mientras no te enganches demasiado. Claro, la chica recibe su primer golpe al corazón. El chico no llama más, de la nada. Pero se sale rápido y, ahí, a mis dieciocho... los premios literarios que me dan cierto aire de chica existencialista que, con algunos chicos, funciona como un ancla. Ezequiel, el poeta que me quitó el frío esos diez días en Mar del Plata, aún habiéndole ganado en los Torneos bonaerenses y a quien yo había apodado Antonin (por Artaud, claro está). Recitábamos poemas junto a los lobos marinos y tomábamos cerveza. Duró un poco más y me lo llevé a dormir a casa. Por primera vez, dormía en mi cuarto un chico pese a los gritos de mis padres. El tiempo nos separó pero hace poco recibí un correo de él, desde Sierra de la ventana. Dice que me extraña, que no ha seguido Letras, que me googleó y, así, dio conmigo y que es maestro. Aún no contesté.
Luego, los viajes...Italia y el futbolista que me tuvo loca esas dos semanas en Florencia y Roma para no vernos nunca más, el rugbier que me levantaba la pollera en los ascensores del hotel y el músico que se metió hasta los huesos conmigo para no ser correspondido; luego, España y la llegada de Lolo, un amour de foie que se sabía a Lorca de memoria y trabajaba en el Hard Rock de Madrid. Estos ex han quedado en la memoria, calculo, por la distancia, aunque de vez en cuando, recibo noticias de Lolo y sus actuaciones por España. Desde ahí, con Lolo, los ex todos fueron lapidados. Siempre el gusto de lo extranjero te vuela las tapas de los sesos. Y con la facultad y la puta vida adulta y adúltera, otros tantos ex que ya no movieron tanto como estos de la adolescencia. Y la vida conyugal y la vida activa y la rutina y los coloquios, pero esta parte correspondería a otra ponencia.
Quizás porque adolescer te hace sentir la vida como nunca. Porque esos primeros besos no se vuelven a recuperar y porque, sin duda, a esos lugares de felicidad, se vuelve, sí, pero sabiendo que ya no tienen ese gusto a eternidad, a inmortalidad cuando se ha probado el fracaso.